No lo sabe, no tiene ni idea. No puede imaginar la
temperatura que tenía mi espalda a las dos de la mañana. Tampoco entenderá las
vocales que le susurraron mis dedos aquella noche en la que me enamoré de sus
hombros, quizá porque estaban en prosa y siempre se le dieron mal los poetas de
manos vacías, de manos perdidas. No, no lo sabe. Nunca sabrá de las noches que
le esperé en el banco gris leyendo el Epílogo de su libro favorito. Las
sonrisas que le dediqué en silencio y las paredes que rompí la noche en que le
eché de menos.
Y no lo sabrá porque no quiere saberlo.
Quería saber por qué. Por qué tantas ganas, por qué volar
tanto, por qué volar tan alto. ¿Dónde está el vértigo? ¿Qué ha sido de él? “Cogió sus cosas y se fue, esto se le quedaba
grande”. “Le echarían tus sonrisas” pensé.
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